En #MiMomentoEspAcial, recopilamos los momentos favoritos de algunas de las personalidades que nos han acompañado a lo largo de estos años y que guardan un recuerdo especial de entre las actividades de nuestra programación. Celebramos así el octavo aniversario de nuestro Espacio con un álbum de recuerdos.
Mar Abad, periodista y cofundadora de Yorokobu, nos regala estas palabras con motivo de nuestro aniversario.
La vida como obra de arte
El buen libro es un túnel del que no sales igual que entras.
Eso me ocurrió con La divina comedia de Oscar Wilde.
Era una tarde de final de verano. Martes, 10 de septiembre de 2019. Íbamos a encontrarnos con Oscar Wilde en una sala un poco steampunk, llena de focos, columnas industriales y cilindros metálicos en el techo. Nos reunía ahí Fundación Telefónica porque Javier de Isusi había traído al presente a Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde. Lo había dibujado en acuarelas terrosas. Había trazado escenas de su vida, de su miseria y su gloria, en un cómic al que llamó La divina comedia de Oscar Wilde.
El gran dandi irlandés era hombre de espectáculos y grandilocuencias. Debió ser eso lo que llevó a la coincidencia cósmica. Aquel día de verano de 2019 dedicado a Wilde era también un cumpleaños y una celebración: el ciclo «Hay Vida en Martes» cumplía cinco años y marcaba el evento número cincuenta. Nadie lo planeó para que cuadrara así, para que aquella fecha contuviera dos veces el número piramidal cuadrado: el 5.
Miramos la Cábala y nos sorprendimos más aún. El cinco representa lo divino y lo humano, la armonía entre los deseos del cuerpo y los deseos de la mente, la persona completa. ¿Era eso Oscar Wilde?
Nos habíamos citado en el Espacio Fundación Telefónica para descubrirlo. Para desafiar el espacio y el tiempo. Para vivir un momento espacial en el que moveríamos los barrotes de la cárcel donde estuvo Wilde en el XIX para hacerle un homenaje en el XXI.
Así: X I X => X X I
Partíamos de La divina comedia de Oscar Wilde como canal de conexión entre nosotros y él. Eran nuestras voces (las de Javier de Isusi, Gloria G. Durán, Luis Antonio de Villena y los martianos) las que debían tirar con fuerza de las palabras de Wilde para hacerlas venir de nuevo. De Isusi conocía bien al dramaturgo irlandés porque llevaba años leyendo sus cartas y sus obras. Durán dominaba bien los alrededores: la época y las mujeres dandis. De Villena, con un sombrero de pluma y un bastón, daba corporeidad al último ejemplar dandi que queda en el mundo. Los martianos invocaban a Wilde con la curiosidad de sus preguntas adolescentes.
Yo llevaba unos días con la garganta como el esparto (faringitis alérgica, me diría el médico después). Pasé días sin hablar con nadie, muda militante, para conservar la poca voz que tenía y que parecía salir más de un canuto que de un humano. Aquella ronquera tenía una cosa buena: me hacía andrógina, como las mujeres dandis de las que íbamos a hablar. Y una cosa mala: podía quedarme muda en medio de la función.
Así ocurrió.
Emoción y desconcierto en el escenario, ¡como le gustaba a Óscar Wilde!
Acudí al único remedio que tiene eso: la paciencia. Esperar a que se resetee la garganta y vuelva la voz. Le di los papeles de presentación a los protagonistas, creo que fue a Gloria, y ¡a improvisar! Dejarse llevar por la incertidumbre del directo, como parte dramática de la función (en su sentido de teatral, no de trágico).
Al momento volvió mi voz y allá fuimos a por la que de verdad importaba: la de Oscar Wilde. Recordamos mucho de lo que dijo y jamás deberíamos olvidar.
«La vida es demasiado seria como para hablar de ella en serio»
«Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe»
«La imaginación es más real que la propia vida»
Oscar Wilde escribió obras que hoy son clásicos, pero quienes lo conocieron decían que su mayor don era conversar. ¡Cómo hablaba el dandi!
Era excéntrico, valiente, vividor.
Y descubrió que enamorarse de la persona incorrecta puede ser un precipicio. Eso le ocurrió a él. Lo contó en su obra más trágica, De profundis: «Me culpo de haber permitido que una amistad que no era intelectual, un amigo cuyas prioridades no eran la creación y la contemplación de la belleza, haya dominado completamente mi vida». Ese amor lo llevó a la ruina económica, a la humillación pública, a la cárcel, al exilio y a una muerte temprana. Tenía 46 años.
Fue el lado oscuro de una vida vitalista. Y ahí está su gran enseñanza: ¡Vivir!, ¡la vida como obra de arte! El dandi hacía de su cuerpo, su conversación y su comportamiento una obra artística.
«He puesto mi genio en mi vida y mi talento en mi obra», decía.
Es la frase que mejor define el espíritu del dandismo: el yo como arte. Ni pinturas, ni performances, ni una pieza al piano. La mayor obra de arte es la vida misma. ¡Vivir! Con intensidad, emoción, placer, intención.
Ahí es donde fuimos a parar después de atravesar las 376 páginas dibujadas de La divina comedia de Oscar Wilde. Nuestra vida jamás podrá ser ya un paseíllo zombi.