20.07.2020

Mi momento espAcial: Luisgé Martín (II)

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Cerramos #MiMomentoEspAcial, nuestra colección de grandes recuerdos vividos en nuestro Espacio, con este texto que nos regala el escritor Luisgé Martín. Así hemos celebrado el octavo aniversario de Espacio Fundación Telefónica: de una manera diferente, virtual y junto a todos vosotros y vosotras. Muchas gracias, ¡por muchos años más!

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La Fundación Telefónica tiene un centro nuclear que es su hemiciclo de actos. El hemiciclo más versátil y heterogéneo de la cultura madrileña. No desatiende nada. Está presente con regularidad lo canónico, pero está más presente aún lo marginal, lo novedoso, lo estrambótico, incluso lo friki.

Con ese auditorio caben todas las locuras y todas las cosas sensatas, y lo bueno de la Fundación es que a menudo convierten las locuras en eventos sensatos y a los eventos sensatos se les echa algún bebedizo que los vuelve cuando menos imprevistos.

En Madrid, que es una ciudad reina y poderosa, Villa y Corte, no se prodigan tanto los lugares en los que es posible recibir contenidos novedosos, sorprendentes, modernos, interdisciplinares, ideológicos (en el amplísimo sentido de lo ideológico) u oraculares, que son siempre los más interesantes.

En la Fundación Telefónica son ilustrados de la Ilustración, pero no es difícil convertirse allí también a alguna religión, de las místicas o de las laicas. La religión de Frankenstein por ejemplo, que yo profeso, o la religión de la tecnología, que es la religión más poderosa de nuestro tiempo y que en la Fundación Telefónica practican con mucha veneración.

Entre mis recuerdos de los actos en Fundación Telefónica me viene ahora a la cabeza uno protagonizado por hackers. Deepak Daswani, uno de ellos, que presentaba en aquel acto un libro, buscó un voluntario entre el público. Se ofreció un señor. Daswani le pidió su nombre en Facebook y diez minutos después, delante de todos, le hackeó el correo electrónico y envió desde él mensajes inocentes a algunos de los presentes. Sentí miedo y fascinación al mismo tiempo. Miedo a ser espiado con tanta facilidad y fascinación —la atracción del mal— por saber que se puede hacer con tanta impunidad.

Yo tuve la ocasión de participar en una mesa redonda —organizada en el marco de la celebración del Orgullo LGTBI— en la que el futuro nos devoraba. Ya no discutíamos —o discutíamos poco— acerca de la marginación, de la represión o de las honduras del amor, asuntos para los que hay cientos de foros. Discutimos sobre el medio para llevar el mensaje, con dos abanderados de tribus analógicas (uno era yo, escritor) y dos youtubers que llegaron a la sala en loor de multitudes —qué humillante esa sensación, la de que en la sala abarrotada nadie ha venido a verte a ti, sino a alguno de esos nuevos gigantes con pies de barro o de megabites—. En el acto, el periodista y escritor Paco Tomás y yo nos conjuramos para hacernos youtubers. Al portal lo íbamos a llamar yayogays. NI que decir que no tuvo futuro, aunque Paco Tomás hizo algún pinito.

Mi momento más querido en el anfiteatro fue la presentación de mi último libro,El mundo feliz’, que tenía un subtítulo moralista ‘Una apología de la vida falsa’. Se trataba de un ensayo en el que yo sostenía la teoría —literariamente devastadora, pero nada impostada— de que la vida que vivimos cualquiera de nosotros, los privilegiados, es un sumidero de mierda. Para defender esos principios hace falta dar mucho amor, y es lo que hicimos. Mucho amor en forma de música, en forma de cuentos e historias divertidas, en forma de debate generoso con Manuel Vilas y Eva Orúe. No arreglamos las deficiencias históricas de la metafísica clásica, pero reunimos cierta unanimidad acerca del deseo de no morirse. Mal que bien, lo hemos cumplido.

Si en el Ateneo de Madrid de principio del siglo XX se discutía sobre la existencia de Dios, y se llegaba a votar (Dios existe, fue el resultado), en el cenáculo de la Función Telefónica se discute de la inmortalidad, de los ciborgs y de los restos románticos que nos seguirán quedando, al menos hasta que en nuestras carnes haya más carne que titanio y microprocesadores.

Yo estoy convencido de que dentro de unos años se reunirán nostálgicos los superhombres en el anfiteatro. “Aquí viví por primera vez la disociación espacial cognitiva”, dirá uno. “Aquí comprendí yo el poder del bitcoin”, diría otro.

Pero también alguien se limpiará los ojos y recordará que allí conoció a Elvira Lindo o a Fernando Aramburu.

Todas las voces, todos los ámbitos. Un foro en el que Truman Capote habría sido feliz (y malo, claro).

Por Luisge Martín