“Yo sinceramente deseo señalar en qué consiste la verdadera dignidad y la felicidad humana. Deseo persuadir a las mujeres para que se esfuercen en adquirir fortaleza, tanto en su mente como en su cuerpo, y convencerlas de que las frases suaves, la susceptibilidad del corazón, la delicadeza de sentimiento y el refinamiento del gusto son casi sinónimos con epítetos de debilidad, y que esos comportamientos son sólo objeto de lástima”, ‘Vindicación de los derechos de la mujer‘, Mary Wollstonecraft
Ésta es una de las muchas citas que podríamos extraer de una de las obras más asombrosas de la Ilustración, la Vindicación de los derechos de la mujer, una propuesta ética escrita en 1792 por Mary Wollstonecraft, la madre que no pudo conocer Mary Shelley. La escritora proto-feminista tuvo sin embargo una acusada influencia en el carácter y las ideas de su hija, quien hizo gala de una capacidad de resistencia sobrehumana a los embates de la vida y al ostracismo social derivado de una conducta todavía considerada impropia.
Si de Mary se cuenta algo, además de que fue la autora de Frankenstein y que concibió la obra con tan solo dieciocho años durante la rave gótico-romántica de Villa Diodati, es que vivió un amor sublime con el poeta Percy Shelley, quien por cierto la cortejó ante la tumba de su madre –ahí queda eso.
Sublime es la categoría estética que mejor define a Mary y sus adláteres. Sublime significa belleza, pero una belleza insoportable. Significa caos, libertad, acantilado, noche, temporal, miedo, fuga y, por supuesto, muerte. Mary Shelley es la personalidad más sublime de la literatura universal.
Me pidieron que elaborase el perfil de una mujer que se me revela inabarcable. De hecho me había propuesto hacer lo que no suele hacerse: contar a Mary en ausencia de los hombres que protagonizan su biografía hasta el punto de eclipsarla injustamente, como si su independencia de criterio, su pensamiento político radical, su iconoclasia y su creatividad fuesen heredadas o inducidas por los varones con los que se vinculó: su padre, el filósofo William Godwin, los poetas Percy Shelley y Lord Byron; su hijo, Percy Florence, el único superviviente de una estirpe perdida. Por supuesto sería absurdo obviar la importancia que todos ellos tuvieron en la biografía de Mary, pero más absurdo aún es considerar que sin ellos, semejante mujer no hubiese podido ocupar un lugar relevante en la Historia. Yo quiero pensar que sí (pese a las dificultades de la época para nuestro género), y que tal vez hubiese sufrido algo menos.
Al releer Frankenstein para preparar la exposición, me llamaron la atención varias cosas. La primera es el nivel de auto-exigencia de la autora, quien combinó una trama de una modernidad inédita con el género epistolar y una estructura compleja de cajas chinas. Mary fue la única invitada de Villa Diodati que se tomó realmente en serio el reto de escribir un relato de terror y lo llevó a término, así que no puede decirse que su precoz compromiso literario se debiera a la competitividad entre creadores o al deseo de una jovencita de medirse con sus ídolos masculinos. Por otra parte, en Frankenstein conviven golpes maestros narrativos con torpezas propias de la chavala que era, pero sin duda sobresalen para mi gusto algunos pasajes que destilan lo mejor del paisaje romántico y el terror gótico: la figura del monstruo surcando las nieves en su trineo o trepando abruptas montañas… Curiosamente, nada de eso ha pervivido en las innumerables adaptaciones populares de la novela.
Mi compañero Miguel A. Delgado me comentó que existía una lectura de Frankenstein en clave feminista, que yo no había considerado, aunque al leer la novela queda clara la identificación de la autora con el monstruo, y no con Víctor Frankenstein (que de hecho cae bastante mal). Si esa clave es correcta, y el monstruo es una alegoría de la mujer, creada de la costilla de Adán y condenada a ver desde la grada los beneficios de la condición humana (al menos en lo que a derechos y libertades se refiere), entonces me explico la cita de Milton con la que arranca el relato: «¿Acaso te pedí, creador, que transformases en hombre el barro del que vengo? ¿Alguna vez te rogué que me sacaras de la oscuridad?».
Y es que parece que la independencia costó cara a Mary Shelley, quien recibió constantes castigos en forma de muerte, pérdida y precariedad; sin embargo, sin la fortaleza vindicada por su madre, hecha propia, sin su ejemplo, tal vez el destino de la mujer creadora hubiese sido distinto.
Por María Santoyo
Licenciada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, investigadora y profesora especialista en historia de la fotografía y análisis de la imagen, María Santoyo acumula quince años de experiencia en empresas del sector cultural, más de diez dedicados a la dirección y gestión de proyectos expositivos.
En la actualidad, es co-comisaria junto con Miguel A. Delgado de la muestra Terror en el Laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau , que podrá visitarse en la segunda planta del Espacio Fundación Telefónica hasta finales de octubre.