Exposición 1, 2, 3… ¡Grabando! Una historia del registro musical
23.11.2016

La Segunda Guerra Mundial lo cambió todo

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«Durante la última Guerra Mundial (1939-1945), la música popular entró en crisis». Diego A. Manrique analiza la historia de la reproducción musical durante el conflicto de la II Guerra Mundial: de los discos de la victoria al swing en el frente nazi.

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Durante la última Guerra  Mundial (1939-1945), la música popular entró en crisis. Primero, las orquestas quedaron diezmadas por el reclutamiento; aunque pudieran recomponerse, estaban limitadas en sus desplazamientos por el racionamiento de gasolina. Segundo, los medios restringieron su programación de entretenimiento (en el Reino Unido, la BBC suspendió su novedoso servicio de televisión, que salía al aire desde 1936). Tercero, la fabricación de discos se hizo más difícil: apenas se podía acceder a la goma laca (shellac), que se extraía en el sudeste de Asia. El patriotismo fue la razón de que millones de pizarras usadas fueron entregadas por el público y recicladas a continuación; más trágica resultó la cesión de miles de masters almacenados por emisoras y  discográficas, a fin de extraer aluminio y cobre para el esfuerzo bélico. Un magnicidio cultural.

De todos modos, conviene recordar que en Estados Unidos estuvo prohibido grabar entre 1942 y 1944. Asombroso pero cierto: James Caesar Petrillo, combativo jefe del sindicato de músicos, estaba enfrentado con las disqueras y ordenó una huelga que paralizó los estudios de las grandes compañías. Con excepciones: por ejemplo, los vocalistas podían grabar con conjuntos vocales. Y es lo que hicieron Sinatra, Bing Crosby o Dick Haymes. Así, Perry Como triunfó con una versión a capella de la canción emblemática de aquel conflicto, “Lili Marlene”.

La huelga, sin embargo, no se aplicó a los V-Discs, los llamados discos de la victoria. Un acuerdo a tres bandas entre el Pentágono, el sindicato de Petrillo y las discográficas: los artistas grabarían desinteresadamente discos que se enviarían en exclusiva y de forma gratuita a las unidades de soldados estadounidenses.

V-Discs-sinatraokHabía un compromiso oficial para que, una vez terminada la guerra, se destruyeran tanto los masters como las copias que sobrevivieran.

Como los destinatarios formaban un grupo heterogéneo, se grababan muchos tipos de música: marchas militares, canciones sentimentales, piezas bailables, aires folclóricos, hasta música clásica. Aquí tienen los preparativos y la grabación de una pieza de Bach a cargo de Mischa Elman, violinista judío nacido en Ucrania y vecino de Manhattan desde 1927. Verán que el estudio del US Army no derrochaba precisamente glamour.

A tomar en cuenta: los V-Discs anticipaban el futuro del soporte fonográfico. Aunque todavía giraban a 78 rpm, eran mayores (30 centímetros  de diámetro) que las pizarras convencionales; podían contener hasta seis minutos y medio de música, más del doble de lo habitual, algo que agradecieron tanto los jazzmen como los virtuosos de formación clásica, aunque el tiempo extra muchas veces se usaba en presentaciones y mensajes a los uniformados.

Conscientes de que los V-Discs iban a viajar largas distancias y que se escucharían en condiciones duras, muchos se fabricaron en un material más resistente: el vinilo. Aquí podemos ver lo que incluía el primero de aquellos paquetes que se envió a todas las unidades militares, junto con un fonógrafo ¡y abundantes agujas!

Sí, se podría afirmar que los soldados estadounidenses fueron los más mimados entre los que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Integraban un ejército de civiles levemente militarizados, muy capaces de tomar decisiones contrarias a la disciplina: muchos se negaron a destrozar sus amados V-Discs. Clandestinamente, algunos coleccionistas recuperaron aquella enorme discografía (unas 900 referencias) e incluso publicarían bootlegs, recopilaciones piratas. Con el tiempo, se evidenció que habían preservado un material único y los V-Discs sirvieron como base para LPs o CDs legales.

¿Y en las otras trincheras? Aunque el nazismo anatematizaba el jazz y las canciones de Broadway como productos degenerados de compositores hebreos y negros supuestamente salvajes, los soldados alemanes necesitaban esa música. Querían bailarla, querían escucharla en la radio. Temerosos de que un veto total empujara a que la tropa sintonizara la BBC, las autoridades de la Europa ocupada permitieron que se tocaran piezas estadounidenses en radios y clubes nocturnos; si era preciso, se cambiaba el título –de “St. Louis blues” a “La tristesse de Saint Louis”- y todos contentos.

swing_portada-ZwerinHay varios libros que examinan la esquizofrénica relación del Tercer Reich con el jazz. Para Swing frente al nazi (Es Pop Ediciones), Mike Zwerin localizó a músicos alemanes, franceses, checos, holandeses o daneses que tocaron jazz en plena guerra; también encontró a los audaces aficionados que montaron asociaciones para difundir aquella “atroz música de judíos y hotentotes”, en palabras de Goebbels.

Para Zwerin y para el lector contemporáneo, resulta una sorpresa que estos valientes recuerden la guerra como una era dorada para el jazz europeo. La pasión por el hot, el swing o como decidieran camuflarlo, servía como salvoconducto informal, que unía íntimamente a ciudadanos de países enfrentados. Una salvación literal: el guitarrista Django Reinhardt se libró del campo de exterminio, destino reservado para los cíngaros, gracias a la admiración de algunos oficiales de la Wehrmacht.

No obstante, las grandes transformaciones en la tecnología de la grabación tuvieron orígenes menos dramáticos. Pienso en el comandante Jack Mullin, descubriendo en 1945 que las emisoras alemanas utilizaban de forma rutinaria grabaciones sobre cinta magnética, hechas con un asombroso aparato, el AEG Magnetophon. Mullin pertenecía al Signal Corps, el Servicio de Transmisiones del US Army; entre sus colegas figuraban famosos del cine como Frank Capra o Darryl Zanuck pero también unos jóvenes inquietos que se convertirían en los más audaces ingenieros de sonido de posguerra. Las suyas son trayectorias prodigiosas que merecen contarse en otra entrega.

Por Diego A. Manrique