De los hoteles a las iglesias y vuelta a las habitaciones. Diego A. Manrique recorre algunos de los espacios donde se efectuaban las grabaciones.
Tal vez hayan visto esta imagen de Robert Johnson grabando en el Gunter Hotel, en San Antonio (Tejas), en otoño de 1936. El dibujo de Tom Wilson ilustraba la portada de la antología King of the Delta blues singers, Vol. II. Durante mucho tiempo, se pensó que reflejaba la timidez del bluesman a la hora de presentar su arte ante los disqueros blancos.
Pero no. Johnson era cualquier cosa menos tímido. Cantaba en un rincón de la habitación para que el micrófono recogiera mejor su voz y su intrincada guitarra. Y esa bonita recreación visual nos recuerda algunas realidades de la grabación de discos. Primero, que se recurría a cualquier espacio tranquilo si no había un estudio disponible. Segundo, que los ingenieros tenían sus trucos para captar el sonido.
Duke Ellington grabando en 1936. Observen que los solistas (saxo, voz) deben acercarse al micrófono cuando llega el momento de su intervención
Existía, eso sí, un miedo serio ante los instrumentistas potentes y, muy especialmente, ante los bateristas. En sus memorias, We called it music, el guitarrista Eddie Condon recuerda su primera sesión, en 1927, con los McKenzie-Condon Chicagoans. El estudio de Okeh Records en Chicago era un almacén…que no estaba preparado para grabar baterías (“solo nos atrevemos con la caja y los platillos”).
Pero el baterista se llamaba Gene Krupa y se convertiría en la primera estrella de su instrumento; Hollywood contaría su trayectoria en 1959, en un biopic titulado The Gene Krupa story. Krupa insistió en utilizar su batería completa y demostró que su pulso rítmico era indispensable para que la banda entrara en combustión. En contra del mito, la aguja que registraba la sesión no saltó.
Las técnicas de grabación se sofisticaron a la vez que mejoraban los recintos utilizados. Para la leyenda ha quedado el estudio -en realidad, eran dos- de Columbia en la Calle 30 de Nueva York, activo entre 1948 y 1981. Conocido como La Iglesia (efectivamente, lo había sido), tenía techos altos y cortinas en las paredes. Un espacio inmenso, para lo que era la norma, apto para grabar sinfónicas, musicales de Broadway como West Side story, grupos reducidos e incluso solistas instrumentales.
De la funcionalidad de La Iglesia da testimonio que allí se registraran las dos versiones de las Variaciones Goldberg por Glenn Gould y, entre medio, el volcánico Like a rolling stone, de Bob Dylan. También desfilaron los artistas de jazz de Columbia (en España conocida como CBS, dado que la Columbia donostiarra tenía reservada la marca comercial).
Extracto del documental Play that, Teo, sobre el trabajo de Teo Macero en el estudio neoyorquino de Columbia.
A partir de 1957, el productor responsable de los discos de jazz era Teo Macero, hombre de gran paciencia. Hay filmaciones que le muestran en compañía del pianista Thelonius Monk, que valoraba la espontaneidad y se enfadaba si no se captaban sus primeras tomas, que los técnicos preferían aprovechar para ajustar el balance de los instrumentos.
Macero aprendió la lección y, por ejemplo, se acostumbró a grabar t-o-d-o lo que se tocaba en las sesiones de Miles Davis. El trompetista usaba partituras cuando colaboraba con Gil Evans pero, según avanzaban los años, se habituó a volar sin brújula. La electrificación de la banda de Miles obligó a distanciar a los músicos, separados por tabiques móviles que pretendían evitar que sus micrófonos atraparan el output de otros instrumentos; el baterista quedaba semioculto en una improvisada cabaña.
Aún más: Macero se dedicó a construir las piezas que terminarían apareciendo en disco. Ya no era simplemente elaborar una interpretación ideal con fragmentos de diferentes tomas: Macero estructuraba grabaciones que disimulaban perfectamente su condición de collages, hechos con cuchilla y cinta adhesiva, repitiendo pasajes si era necesario. Creaba algo coherente a partir de lo que podían haber sido jams sin dirección aparente.
La localización de los grandes estudios en lugares privilegiados de las urbes se volvería en su contra. Ya en el siglo XXI, con el declive de la industria discográfica, muchos fueron cerrando; hasta Abbey Road, el más famoso de todos, estuvo a un pelo de reconvertirse en un bloque de apartamentos de lujo. Se perdieron espacios extraordinarios para grabar música y, lo dramático, el know how de técnicos formidables.
Más que la especulación inmobiliaria, la razón de su desaparición fueron los cambios tecnológicos. Al encogerse los presupuestos para grabar discos, algunas empresas empujaron a los artistas a montarse home studios: la compra de un sistema Pro Tools era más barata que el alquiler de aquellos venerables estudios. Permitían la experimentación sin que corriera el contador e incluso prescindir de los técnicos (desde dentro del estudio, el propio músico podía poner en marcha la función de grabación en la sala de control).
Sin embargo, todos los regalos de la tecnología tienen su cara negativa. El Pro Tools se instalaba muchas veces en habitaciones de pisos donde malamente se podía grabar a la pesadilla de los ingenieros: la batería. Por razones obvias de convivencia vecinal y por las leyes de la acústica. En muchos casos, el remedio es previsible: exclusivamente para grabar la batería, se acude a un estudio profesional.
Eso o aprovechar los recursos de Internet. En YouTube se encuentran abundantes tutorials que enseñan posibles métodos para atrapar el estruendoso sonido de esa bestia hecha de tambores y platillos. En ese espíritu, concluimos con las sugerencias de Brian Deck para grabar una batería con 1, 2, 3, 4 o 5 micrófonos.