18.06.2013

Las vidas de los libros

 

Ya lo dije hace poco. Me gustan las librerías de viejo. De mucho andar entre libros usados, uno se da cuenta rápido de una cosa: del mismo modo que toda posesión en esta vida es a título temporal, lo mismo pasa con los libros. Nos creemos poseedores, dueños, pero no; sólo somos meros lectores que tenemos los libros en usufructo temporal.

Uno se levanta una mañana cualquiera y cree que por delante tiene un día como otro más. Te desperezas, te das una ducha, te preparas un café y de repente una extraña sensación te recorre el cuerpo. Sin saber por qué diriges la mirada a la biblioteca y entonces lo ves…  ese vacío entre dos libros, negro y frío… uno de mis libros había desaparecido, o mejor dicho, se había ido.

En los libros de viejo se pueden rastrear, si uno tiene buen ojo, las huellas y las marcas –unas más evidentes, otras menos– de las manos por las que pasaron. Una dedicatoria, un ex libris, una nota al pie, algún pasaje subrayado, una fotografía, un doblez en una esquina, billetes de tren, la huella de una taza café, unas gotas de lluvia o tal vez de lágrimas.

Me levanté de inmediato dejando el café a medias. Me acerqué al estante, despacio, observando con cuidado. No había duda, faltaba un libro. Nervioso, escruté con detenimiento la balda completa. Libro a libro, por si lo había colocado en otro lugar. Primero el estante mutilado, luego los siguientes, uno a uno con la esperanza de encontrar el libro. Pero no estaba.

Cuando me topo con estas pistas, no puedo más que imaginar por qué manos anteriores a las mías han pasado esos libros. Qué vidas pasadas, qué ratos de compañía, de felicidad, de asombro, de descubrimiento…ecos de lo que ya no existe más.

¿Lo habré dejado en otro sitio? No sería la primera vez que perdía un libro. ¿Lo habré prestado? Imposible, recuerdo perfectamente estar ojeándolo el día anterior; todavía me veo releyendo pasajes sueltos, pasando con cuidado sus páginas, viendo anotaciones y viejos subrayados. Ayer lo dejé en su sitio y hoy no está.

Es seguro que antes o después los libros que hoy considero míos acabarán en otras manos por lo que procuro borrar cualquier pista que dejo en ellos. No quiero dejar a la vista retazos de mi vida que puedan servir para reconstruir de manera forense lo que soy o lo que fui. Si incluso yo mismo me sorprendo (y me avergüenzo a veces) al descubrir en mis propias anotaciones lo que fui en otro tiempo.

Durante un tiempo ese hueco oscuro me atormentó. No había manera de quitármelo de la cabeza. Lo intentaba evitar pero la vista se me iba una y otra vez al anaquel, a ese no-libro. Lo intentaba evitar pero me resultaba imposible.

Y luego está aquello que dicen los sabios, que los libros están vivos, que sienten, respiran, e incluso hablan entre ellos. Y también que, si no se sienten queridos o creen que ya lo han dado todo o incluso que no les merecemos, se van. Normal. A veces acaban volviendo, pero otras veces no.

Por fin, otro día cualquiera y otra vez sin saber muy bien por qué, me acerqué a la biblioteca, observé por última vez el hueco y, empujando los libros del estante hacia un lado, hice desaparecer el vacío. Luego me di la vuelta y me terminé aquel café que dejé a medias.

Llegará, pues, el día que mi biblioteca desaparezca. Tal vez sea repartida cual botín, desguazada, malvendida, ajada… O bien sea pasto de las llamas o de la humedad. O quizá mis libros se acaben yendo uno a uno. Qué más da, el caso es que ya nadie me podrá quitar lo leído.

Hoy apenas me acuerdo del libro, pero si he de ser sincero, a veces, cuando paso por delante de la estantería, miro de reojo con la esperanza de encontrarlo de nuevo en su sitio.

 

Imagen: Book with Wings, 1992-94. ANSELM KIEFER

Zeques

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