Tulcia (Rumanía)- Mar Negro. Del 9 al 11 de agosto.
«Mientras nos zambullíamos en el agua y nos salpicábamos, nos hundíamos los unos a los otros y nos reíamos a carcajadas, nos dimos cuenta de algo. Lo habíamos logrado.»
Por Emily Schiffer
Tulcia (Rumanía)- Mar Negro. Del 9 al 11 de agosto.
«Mientras nos zambullíamos en el agua y nos salpicábamos, nos hundíamos los unos a los otros y nos reíamos a carcajadas, nos dimos cuenta de algo. Lo habíamos logrado.»
Por Emily Schiffer
Hicimos una carrera hasta el Mar Negro como si fuéramos niñas. No fue exactamente el clímax del viaje, sino más bien el momento de alivio al acabar el viaje. Mientras nos zambullíamos en el agua y nos salpicábamos, nos hundíamos los unos a los otros y nos reíamos a carcajadas, nos dimos cuenta de algo. Lo habíamos logrado. Así que flotar parecía lo más adecuado en ese momento.
Habíamos abandonado la comodidad que encontramos en Tulcia (Rumanía), donde el módico hotel donde nos alojamos nos había ofrecido a cada una el lujo de una habitación individual. En principio, Tulcia era la última parada en nuestro viaje y donde habíamos decidido hacer la fiesta de despedida. Pero antes queríamos explorar las islas y las ensenadas del delta del Mar Negro. Así que, con la promesa de volver al hotel a tiempo para la fiesta, tomamos un ferry de cuatro horas hasta la costa y acarreamos nuestro material (y a mi hija de 17 meses) por carreteras no señalizadas hasta una playa que encontramos gracias a un lenguaje de signos improvisado.
Aquella noche habíamos reservado habitaciones a los locales que conocimos en la playa y nos levantamos de madrugada para ir en barco a través de los estuarios del río. Yo me reía entre dientes mientras nosotras, las fotógrafas que nos tomamos tan en serio la fotografía documental, empezamos a fotografiar el amanecer como si nunca antes lo hubiéramos visto.
Llegamos a una pequeña isla donde solo había un puñado de casas. La gente salió a darnos la bienvenida. Hubo una pareja que nos hizo señas para entrar en su patio (a lo que no nos negamos) y nos estuvieron contando cómo eran sus vidas durante un rato (algo que tampoco entendimos), para luego despedirse de nosotros al final de la visita y darnos una bolsa de plástico llena de maíz de su propia huerta. Cuanto más al Este íbamos, más generosa era la gente. Emocionados nos regalaban sandías, ciruelas, maíz o dulces. Dar puede ser tan placentero como recibir cuando ambas partes están emocionalmente conectadas. A veces, en nuestra cultura consumista, nos olvidamos de esto.
Tal como habíamos prometido, llegamos a Tulcia a tiempo para preparar una fiesta alrededor de la piscina del hotel. Claire llegó de una sesión de fotos con dos enormes calabazas de aspecto fálico que usamos como centro de mesa. Después de llevar semanas comprando la comida más barata y demás comida para llevar, llenamos la mesa con la mejor comida que encontramos en una tienda y que no requiriera usar la cocina. Alguien encontró globos y banderines. Otro alguien hizo coronas de hojas para cada una. Claudia nos sorprendió con una botella de tequila que había comprado en México y que había acarreado durante todo el viaje. Así que estuvimos bailando la música tecno que nos pusieron en el hotel y empezamos a pedir turnos para tirarnos a la piscina hasta que el personal del hotel nos dijo que estaba prohibido nadar en la piscina con ropa. Así que nos pusimos nuestros pijamas y seguimos bailando.
Hasta pasados dos años, no me di cuenta de la hazaña que había supuesto el proyecto. Fue cuando, durante la conferencia de prensa que dimos sobre nuestra exposición, observé cómo la bebé de 16 meses de Olivia estaba mordiendo algo pequeño y subió sin hacer ruido al escenario mientras Olivia explicaba la logística del viaje: buscar entidades institucionales que pudieran alojar y publicitar nuestra exposición, buscar un lugar donde aparcar el camión, organizar visionados de portfolios, dar visionados de portfolios, cómo albergar las proyecciones nocturnas, enviar las imágenes a nuestros patrocinadores, conducir entre 4 y 8 horas cada dos días y, además, encontrar tiempo para trabajar en los proyectos de cada una. Y mientras observaba la curiosidad de la pequeña de Olivia, al fin caí y comprendí todo aquello que habíamos logrado. Además de sacar adelante el viaje, no sé cómo me lo monté para llevar a mi hija conmigo. Y es que, pese a su aversión como niña de ciudad a las sillitas del coche, no recuerdo que fuera difícil el viaje con ella y definitivamente me la volvería a llevar…