Después de hacer la fotografía de grupo pertinente y de reír un rato, comenzó a cantar mientras una espontánea local la acompañaba con la armónica. No sé si se conocían, da igual, eso era magia. Al pie de nuestra cuidada exposición, cuando empezaba a caer la noche y con las fotografías de Inge Morath como testigo en blanco y negro, estábamos cerrando un ciclo. Después de tanto trabajo, nos llegaba una gran recompensa: las fotografías volvían a su origen, en la orilla del Danubio.
A la mañana siguiente fuimos a desayunar a su casa. Cuando llegamos había preparado amorosamente una mesa con abundante comida de todo tipo y mucho café; ella ya sabía que éramos muchas a bordo. Nos comunicábamos como podíamos. Alrededor de la mesa, además de nuestra anfitriona alemana, conversábamos una italiana, una mexicana, una española, dos norteamericanas y una niña de un año y medio que apenas balbuceaba (la única alemana de nuestro grupo tenía demasiado trabajo y no nos pudo acompañar). Así que al terminar el desayuno nos condujo a su estudio dónde había un piano, una biblioteca llena a rebosar y muchas fotografías, algunas enmarcadas, otras curtiéndose sin protección.
Nos mostró con orgullo copias de época en la que aparecía jovencísima, bellísima. No podías dejar de imaginarte cuan locos debía haber vuelto a los fotógrafos. También encontró la gemela de la imagen del libro en la que posaba para Morath. Era una copia de época de la misma escena, en ese viejo teatro, pero en este caso el plano se ampliaba para dar cabida a otras personas, incluida Inge. Hoy lo llamaríamos “making of”. Probablemente ere una instantánea hecha en el laboratorio por nuestra fotógrafa de Magnum y ésta se le había regalado.
De nuevo nos sedujo con su música, esta vez acompañándose de su piano. Tiene una voz muy poderosa. Mientras ella cantaba al Danubio yo me sentía inmensamente agradecida por aquella fotografía.